miércoles, 1 de marzo de 2017

A flote.

Cuando era niña aprendí antes a bucear que a nadar. Aprendí antes a bucear para no ahogarme que a nadar para no hundirme. Y me parece curioso que la niña con la que pasé mis primeros veranos de buceo se llamara Clara.
Llegado un punto, mi padre, imagino que mosqueado por no haberme llevado a las clases de natación en igualdad de condiciones con mi hermano mayor, decidió enseñarme a nadar.
Una tarde, en el agua,  me enseñó cómo podía flotar boca arriba y yo me quedé embobada.
Lo primero que me dijo fue que cuando sintiera que me fuera a hundir, cogiera aire, que llenara los pulmones. -Paulita, vamos a ver, si el pecho está lleno, no te hundes. Tienes que respirar e inflar el pecho. El resto es saber mantener la respiración.
Y así fue.
Antes de aprender a nadar me enseñaron a no hundirme. Siempre me ha sabido un poco a libertad.
Hoy,  aplicado a mi día a día, la dinámica parece que se repite. Voy manteniendo la respiración.  Hay veces en las que siento que me ahogo. Entonces recuerdo las palabras de mi padre y pienso, cojo aire y lleno los pulmones. Me mantengo a flote. Me mantengo.
Otras veces, simplemente  sigo en el agua, sumergida en la normalidad que supone ir abriéndose paso entre las olas.
Hay veces en las que pasan cosas buenas y no sé cómo gestionarlo por dentro. Simplemente siento el pecho lleno y creo que voy a explotar. Entonces recuerdo esa primera clase de natación con mi padre. Recuerdo el pecho lleno de aire y cómo me mantenía a flote fuera del agua. Recuerdo la inquietud y la ilusión. Recuerdo la libertad.
Hay veces en las que pasan cosas buenas y siento como se va llenando mi pecho de aire. Respiro hondo, y noto como vuelvo a emerger.
Emerger, eso tiene que ser un poco la felicidad.


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