miércoles, 31 de octubre de 2018

Puedes llamarme Ivón.

Constantemente recuerdo a mi  madre diciéndonos a mi hermano y a mí que no nos peleáramos, que cuando no quede nada sólo nos tendremos el uno al otro.

Después de cuatro meses de trabajo, kilómetros y alguna que otra conversación escatológica, ayer volví a ver a Ivón. Él no sabe la falta que me hace a veces, aunque quiero creer que se lo imagina. Os juro que estaba hasta nerviosa de contenta. Ayer era todo cantar, bailar y saltar, pero eso él no lo sabe. Peor que un novio vaya. A veces vuelvo a tener 9 años cuando llega noviembre, y no me soporto ni yo. Aunque otros meses son peores. De pequeña adoraba este mes y no por mí cumpleaños, sino porque él siempre volvía para celebrarlo conmigo. O bueno, para celebrar cualquier cosa, mi nacimiento es lo de menos (😂).

De Iván me lo creo todo. Desde siempre. Aunque le conozca como si le hubiera parido y en el fondo sepa que no, aún más en el fondo siempre hay un si, un quizás, un puede, un ojalá y un me quiere. Porque yo lo sé. Lo sé tanto como que no podemos estar más de 24 h juntos sin que nos hagamos sangre y nos echemos luego sal en las heridas. Porque somos así. Pero antes de que venga,  yo siempre hago la compra pensando en qué le gustaría encontrarse en mi nevera. Intuyo sus dietas, ideo algún capricho, o saco los libros que sé que querrá leer. Él, en cambio, ofrece otro tipo de detalles.  Siempre me escucha, me habla y tiene toda la paciencia del mundo con mis neuras y mis nervios a flor de piel. Me cuenta historias en las que alguien crece, madura y aprende. Me da lecciones o me ofrece detalles  y cuentos en los que un pequeño gesto se volvió una gran acción. Luego hablamos de la familia y de los amigos. Nunca me pregunta, deja que yo le cuente porque sabe que yo siempre le cuento. Recordamos a las abuelas e imaginamos a los abuelos, así como un día a día en el que toda la gente que ya no está, está y qué dirían y cómo y por qué.

Entonces, en mitad de una risa profunda, de una carcajada de pecho, le digo que tengo dudas. Que quiero algo, que no sé el qué, que puede, que qué hago.
Y él me mira y me dice que no pasa nada, que las dudas con normales. Paula, caaaalmate. No pasa na hija. Paula, como dice la canción: "sólo se vive una vez".
Entonces, yo pienso más en posibles que en imposibles y en que por qué no. Y la llamita pequeña que guardaba "por si acaso" en lo profundo del estómago se aviva y la llama se hace enorme y comienza a calentar de nuevo. Y siento que crezco y que puedo quemar todos los miedos en una hoguera y bailar alrededor. Como si hiciera un conjuro, un ritual, hechicería insondable, ardorosa, incandescente y calcinante. 
Y cuando me ve los ojitos, imagino que brillosos, ya no me dice más Paula, me dice Pauli, porque Paula es sólo para cuando está enfadado o pasa algo grave. Me dice Pauli, creo (por no darle demasiado dramatismo, que ya me gusta demasiado) que eres lo suficientementemente lista como para darte cuenta de cuándo y cuánto dar algo por alguien y cuándo no. Que ere mu  joven, que tienes que vivir cosas y que siempre hay tiempo para equivocarse y rectificar.
Y bueno, eso. Este jodido cabronazo me anima siempre a partirme el cráneo por mis causas a medio perder.
En mitad de todo esto me promete ukeleles que no llegan y me invita a helado cuando estoy muerta de frío. Pero también me hace reír como nunca nadie me hace reír. Vemos monólogos con el café de por la mañana y damos paseos largos.  Y yo vuelvo a estar tranquila en mi caos porque él siempre formará parte.
Perdón por la turra.